Debemos confiar en que el Estado use nuestros datos contra el Covid19, pero debemos saber qué hace con ellos.
La crisis del coronavirus ha planteado un antes y un después en la forma en la que millones de personas se relacionaban con la tecnología. Hasta hace solo 30 días, la mitad de los abuelos de medio mundo no sabían hacer una videollamada por Whatsapp y un porcentaje similar de trabajadores jamás se había planteado mantener una “videocall” mientras maneja documentos en la nube. Sin embargo, y como dicen los memes, el Covid-19 ha sido el principal precursor de la digitalización de muchísimas empresas y personas en todo el planeta.
No obstante, y pese a nuestra hispana tendencia a hacer bromas sobre todo, hay que tener en cuenta que la digitalización es una arma de doble filo. Está claro que se trata de un proceso disruptivo en el que se generan grandes oportunidades, pero también deja una infinidad de puertas traseras entreabiertas.
Es el caso de nuestra información personal como individuos y su tratamiento por parte de los Gobiernos. Los dirigentes políticos aseguran que necesitan la mayor cantidad de datos posibles para hacer frente a la crisis y la sociedad debe confiar en la forma en la que están tratándolos. Aun así, no se debe olvidar que esa confianza no debe ser un cheque en blanco. La historia nos ha demostrado que los estados que lo saben todo sobre sus ciudadanos han sido los más totalitarios y letales con los Derechos Humanos. La ciencia ficción también nos ha hecho pensar en mundos distópicos en los que nadie puede escapar al escrutinio de sus dirigentes y no al revés.
En este sentido y según informa en su web la ONG Human Rights Watch, en la actualidad hay constancia de que, al menos, 24 países están monitorizando y siguiendo la ubicación de las telecomunicaciones. También hay 14 países que utilizan aplicaciones para controlar cómo llevan a cabo la cuarentena sus ciudadanos.
Es decir, hay al menos 38 países que han avanzado hacia una dirección que podría derivar en Estados que lo saben todo sobre sus ciudadanos, o al menos, que tengan una información sensible sobre cada individuo.
De momento, no sabemos qué uso se le va a dar a la información que están recopilando. Tampoco tenemos claro cómo se recoge, ni cómo se envía. A su vez, tampoco sabemos si todos esos datos viajan cifrados ni dónde se guardan, ni cuánto tiempo permanecen almacenados. De hecho, ni siquiera sabemos si toda la información personal se trata de forma anónima ni tenemos la certeza de que, una vez acabe toda esta situación, se destruirá o no.
En línea con lo que han hecho otros países como Corea y China, la comunidad de Madrid ya ha lanzado una app para saber dónde se encuentra las personas suscritas, con el fin de ofrecer medidas de evaluación en cada momento. Por otro lado, en la web de la app se menciona que los datos de localización podrían usarse con “finalidades estadísticas; para investigación biomédica, científica o histórica”.
El Gobierno de la nación, también ha abierto la puerta a que se lance una aplicación similar para toda España. En este caso, no sabemos si se geolocalizarán los dispositivos, aunque lo sensato es pensar que si su finalidad es saber si alguien en cuarentena o enfermo de coronavirus ha roto su aislamiento, se monitorizará la situación física de los dispositivos y, por tanto, a las personas.
Los Gobiernos podrían vender la información a terceros
Si los Estados no dan un uso responsable a toda esta información, se nos plantea un futuro distópico, en el que los Derechos Humanos tendrán poco que ver con la percepción que tenemos de ellos ahora. Sin embargo, lo que no se había planteado nunca la ciencia ficción es que los cómplices de esos potenciales y maléficos gobernantes omniconscientes de lo que hace toda la sociedad fueran empresas privadas que les comprarían esos datos.
Sin embargo, la realidad es que grandes empresas como bancos, aseguradoras, grandes cadenas de almacenes, podrían comprar toda esa información a la Administración pública para analizar las necesidades de movilidad. De hecho, en la actualidad estas compañías son los grandes abonados de las operadoras de telecomunicaciones que adquieren cantidades ingentes de datos de forma anónima.
Para que esta transacción sea legal, la clave está en el anonimato de los datos. Actualmente las operadoras que ya venden datos no facilitan ningún dato personal a sus clientes, y tienen que pasar por una serie de pasos que “anonimizan” la información de forma que solo envían datos no vinculados o asociados a ningún tipo de dato personal.
No obstante, si los Estados ya tienen la información sin desagregar, podrían estar ya traficando con ella en mercados negros o con grupos organizados de hackers con el fin de desestabilizar a otros países o simplemente, para hacer frente a la recesión mundial a la que nos enfrentamos.